lunes, abril 05, 2010
niño arbol
Su mamá pasaba todo el día regañandolo por tener las uñas llenas de tierra, las manos ásperas, grises, cubiertas de lodo seco. A él le gustaba jugar en el parque. Él era un tanto antisocial, los niños de diez años suelen pasar largas horas jugando solos, con sus amigos internos. Él no es un niño especial, no es raro, es un niño como cualquier otro, viviendo ese proceso tan duro en su vida: el paso a la adolescencia. Su padre entendía los beneficios que tendría a futuro en su sistema inmune el dejarlo jugar entre cochinillas y lombrices. Armaba mundos enteros en el parque: castillos, túneles, autopistas. No está de más apuntar las horas que pasaba jugando en la arena cuando sus padres lo llevaban a la playa. Una mañana de sabado su padre notó que tenía en la espalda una especie de musgo. Su madre comenzó a preocuparse cuando de entre las uñas le brotó un tallo con cuatro hojas verdes. El papá fabricó un aparato para poder podar a su hijo. Juntos decidieron que mudarían su cuarto al jardín de la casa. No pasó mucho más tiempo cuando sus pies comenzaron a echar raices. Toda su piel se endureció, presumíblemente se envejeció. Ellos, con ese amor paterno, no dejarían que nada ni nadie les dijera los cambios que había tenido su hijo, ellos lo único que querían era proporcionarle mucho sol, un espacio lleno de aire y mucha tierra fresca.
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